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Foto del escritorLorraine Ciudadella

Héctor Carrizosa


Hace varios años, íbamos mi hermana y yo a no-se-que-cosa de todo el día, cuando andando en el coche, a media avenida nos topamos un cuadro gigante tirado con los vidrios rotos. Ocupaba gran parte del carril, los coches le sacaban la vuelta y estaba provocando cierta congestión vehicular.


Nos orillamos, movimos el cuadro del arrollo vehicular y con los tenis pateamos los vidrios a la orilla “Luego por eso se ponchan las llantas”

Cuando hicimos eso, vimos la obra de arte que entre pedazos de vidrio se ocultaba.


Era una cuadrote con un dibujo genial de dos mujeres nativas con unos canastos de fruta. Los rostros de las mujeres eran especiales: Tenían la piel a dos tonos divididos exactamente por la mitad.


Sus ojos no tenían pupilas pero eran más luz que oscuridad. Me sentí muy identificada con ellas, especialmente por su piel.


Sacudimos lo más que se pudo el cuadro, que aún tenía algunos pedazos del vidrio roto, y lo dejamos recargado a la orilla del camino “Esta es una verdadera obra de arte, al rato van a regresar por ella, seguro se le calló a alguna camioneta..” y seguimos nuestro camino.


Cómo 10 horas después, ya en la noche y de regreso a casa, pasamos por el mismo sitio: El cuadro seguía ahí, recargado. “No han venido por él, lo va a terminar recogiendo la basura o un vagabundo” Pero no nos atrevíamos a recogerlo nosotras, de hecho, no nos atrevíamos ni siquiera a pronunciar entre hermanas el deseo de recogerlo, al menos por un segundo. Nos volteamos a ver en silencio, y dijimos “Vamos” dimos media vuelta, y lo subimos a la camioneta.


Ya en la casa lo pudimos ver mejor. Tenía mucho polvo, estaba un poco maltratado, la marialuisa de yute estaba ya vieja, pero el arte seguía ahí. “Carrizosa 1989, quien sabe quien será, a ver si lo reparamos” Y así quedó.


Varios años más tarde, me encontraba yo en medio de una protesta en el centro, en la que ciudadanos defendíamos un área verde que el Congreso del Estado quería transformar en estacionamiento; nosotros, queríamos un parque. Junto a mi, codo a codo, estaba un señor canoso, con bufanda, pantalón y camisa de mezclilla. Gritábamos. Conversábamos. Estuvimos juntos toda la mañana. Compartimos café del termo, hacia frío. Le platiqué que yo era estudiante, y él me comentó que era artista. Hablamos de la universidad, del derecho a la educación y la cultura, de las artes como forma de vida. Jugosa conversación. Nunca nos dijimos nuestros nombres.


Ya para despedirnos, me dijo “Yo y mis amigos nos juntamos todos los domingos a desayunar en el portal de la Plaza Hidalgo, a unas cuadras de aquí. Deberías acompañarnos un domingo”


—Encantada! Apunta mi teléfono...

“Yo soy Héctor Carrizosa Andrade”

—¿¡Qué?! ¡Yo te conozco! Más bien, a tu obra...


Le conté la historia del cuadro encontrado en la calle años atrás. Le platiqué lo especial que era para mi y lo que significaban esas mujeres con el rostro a dos tonos divididos por la mitad. Reímos. “Ese cuadro era para ti, entonces” me dijo. En ese momento nos hicimos amigos para toda la vida, hasta ayer.


De ahí comenzó una de las épocas más hermosas de mi vida, en la que cada domingo sin falta, me despertaba temprano, me subía al metro y me iba a desayunar con mis amigos artistas a la Plaza Hidalgo.


Yo fácil podía ser la hija o nieta de todos ellos, pero no me importaba: Era amistad sin fronteras. Todos ellos eran artistas, y yo ni al caso, pero recitábamos poesía, bailábamos danzón, ellos pintaban, comíamos pan, conversábamos sin fin, recibíamos políticos, y a veces, hasta llorábamos juntos.


Recuerdo el día que llegué con la noticia de que la universidad me había invitado a conducir el programa. Estaban encantados. Me dieron muchos consejos, Héctor y Laura sobre todo.


Éramos familia elegida. Hasta que un día, a no sé qué funcionario de gobierno, le molestaron nuestras reuniones. Primero, dejaron de prestarnos las sillas y mesas que cada domingo sacaban del Museo para que conviviéramos. Luego, simplemente nos dijeron que ya no podíamos ocupar el lugar.


Uno de los peores atentados que le puede ocurrir a cualquier ciudad: Que la autoridad le diga a los ciudadanos que no pueden ocupar el espacio público, que precisamente eso es: público. No se qué ‘conspiración’ se imaginaron que estábamos tramando. Éramos artistas, el arte nuestras ‘armas’. Tú imagínate la cegazón monumental: Un gobierno que apaga a sus propios artistas. La mayoría eran de la tercera edad, y todos ellos, personajes relevantes en la historia del arte de nuestro estado.


A partir de ahí el grupo se disolvió muchísimo. Quizá fue ahí donde comencé a notar la relevancia de los espacios públicos para la convivencia: De las banquetas accesibles, de la importancia de los portales -tan escasos en nuestra ciudad- de la necesidad de bancas y mesas en el espacio público, para que la gente no solo se pueda sentar, sino que también pueda convivir, desayunar, comer, dibujar... También, de lo relevante que es el Centro: Ese punto geográfico que nos conviene a todos. Luego de esa experiencia era muy difícil encontrarnos en un lugar que fuera accesible para todos.


Héctor a veces, muy amablemente nos invitaba a su casa-estudió en construcción en el municipio de Santiago. Varios del grupo no manejaban, y yo ni tenía carro, entonces el grupo nunca iba completo. La morfología urbana, la cara de la ciudad puede ser así de fatal para sus habitantes, como una cicatriz en medio de sus vidas.


Los años pasaron... varios del grupo comenzaron a fallecer: Rubén, Julián, Rogelio, Fernando, ahora Héctor. Incluso si nos propusiéramos restaurar nuestras reuniones domingueras, nunca volvería a ser igual.


Hace un mes, Laura Martínez de Hoyos me contactó para invitarme a la inauguración de la casa-estudio-museo que Héctor se había estado haciendo para él y su familia durante los últimos años ¡Por supuesto que no me la perdí!


Estábamos casi todos. Hubo arte, vino, baile, música, risas, reencuentros y mucha amistad. Héctor estaba radiante “‘Volare’ es un lugar donde podremos volver a reunirnos a hacer arte y conversar sin que nos molesten” decía. Ahora, queda solo el espacio con su arte, y los recuerdos de tantos momentos que sucedieron en familia. Hace unos meses, su hijo Dave falleció en un accidente en la montaña. Héctor se lamentaba muchísimo, pero a la vez decía que estaba tranquilo de saber que su hijo había partido haciendo lo que más le gustaba. Así vivió también Héctor hasta el ultimo día, pintando.


El día de la inauguración de Volare, entre otras cosas dijo "Quisiera vivir otros 200 años para seguir aprendiendo a pintar...".


Héctor, dibújanos un portal donde podamos desayunar, dibujar y bailar los domingos sin preocupación, para cuando nos volvamos a ver...






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