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Foto del escritorLorraine Ciudadella

El secreto de los aguacates gigantes del patio de mi casa



Mis bisabuelos fueron dos viejones magníficos de Amatitán Jalisco, donde se entregaron a esa maravillosa hacienda ‘San José del Refugio’ antes de emigrar al norte del país.


Placido, de espíritu comerciante y aventurero, se vino con Rosaura a Monterrey cuando mi abuela era niña. Acá, entre otras travesuras, fue uno de los fundadores del Mesón Estrella, profesión de la que incluso los bisnietos nos vimos beneficiados, pues en casa nunca faltaron las canastas rebosando de generosidad: hortalizas varias, frutas, legumbres, granos, frutos secos, plantas, macetas, y cualquier cosa que ahí se comerciaba, y que eran enviadas a casa por parte de los renteros como señal de gratitud por algún favor o consideración que habrían recibido de ‘Don Placido’; incluso años después de su muerte.


El misterioso árbol de aguacates gigantes probablemente fue uno de esos.

Cuando mi mamá era joven, mis bisabuelos se mudaron a la cuidad de México, pero venían a Monterrey recurrentemente a atender sus negocios y por supuesto que a visitar a mi abuela, en esta casa maravillosa en la colonia Mitras Centro desde la que hoy les escribo sentada en un sillón frente a un ventanal que da al patio.


En ese patio del que les platico, cuyas dimensiones son muy similares a las del área construida de la casa (situación rara en Monterrey) hoy habitan unos 10 árboles (todos de mas de 8 metros de altura) y no sé cuántos arbustos... en aquel entonces sin embargo, esta cifra debió haber sido fácil del doble.



Un buen día llegó mi bisabuelo con un pequeño arbolito de aguacates que le había regalado no-se-quién del Mercado y lo plantó justo en medio del patio. Nótese que cuando digo ‘justo’ me refiere a ‘precisamente’ pero también a ‘justamente’ de ‘justicia’: al rato van a saber porqué.


El árbol creció como cualquier otro árbol y en su momento dio sus regulares aguacates que la familia disfrutaba. Oro verde. Pero un día el árbol se enfermó y estuvo a punto de secarse. Esa situación coincidió con el regreso de mi bisabuelo a esta ciudad...prácticamente a morirse.


Él ya estaba grande en edad y sabiduría, y un día que estuvo de visita por la casa, mis tías le contaron que lamentablemente ‘El aguacate’ estaba muy tristón (por no decirle que ya prácticamente muerto). Placido, con su movilidad ya un poco limitada, salió al patio solo y se recargó en el árbol. Hablo con él. De hombre a hombre. No, perdón. Quise decir: De hombre a árbol. Y así quedó.


No mucho tiempo después mi bisabuelo murió ‘de un dolor en el pecho’ y una vez más, abundaron en casa los agradecimientos, las cartas, las canastas, y la gratitud de mucha gente, conocida y desconocida, que a diferencia de mi, tuvo el gusto de platicar con él.


No se se si fue la ola de generosidad, la repetida gratitud, o el espíritu de mi abuelo, pero el árbol reverdeció, y lo hizo en grande. Creció más alto, más fuerte, más vigoroso. Sus ramas se extendieron por todo el área del patio cubriéndolo del sol regiomontano (como quien protege al forastero del sol, cansado de tanto andar) y sus frutos bueno, la imagen ustedes la conocen.



A esta casa han venido agrónomos, biólogos y hasta astronautas que han propuesto sus teorías respecto al porqué del atípico tamaño y peso de sus frutos: ‘no se trata de un aguacate’ ‘ha de ser un injerto’ ‘mutación genética’ ‘brujería’ (después de que una familia de lechuzas vino aquí a anidar) y no sé cuánta especulación más.


Lo cierto es que cada octubre, la familia entera, los vecinos de la cuadra, los compañeros del colegio -hoy colegas profesionales-, la caridad de la iglesia, los migrantes de Fleteros, los amigos de toda la familia, y no se cuantos agregados culturales más, disfrutan de los maravillosos aguacates gigantes de sabor incomparable que el misterioso árbol, rey del patio de mi casa cuyas amplias dimensiones le hacen justicia a su tamaño, nos entrega en abundancia con su gratitud.



Gracias, bisabuelo Placido, quienquiera que seas, dondequiera que estés 💚

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